Desde que tengo uso de razón aquel árbol había nacido a la
par conmigo, según mis padres lo habían plantado el mismo año que yo nací, así
que por alguna extraña razón me sentía unida a él ya que al igual que yo, cada
año crecía un poquito más y también debía afrontar una serie de trabas, bastante
diferentes a los míos, lógico, pero al fin y al cabo eran contrariedades, los
cuales sentía que nos hacían progresar.
Un día llegó el angustioso día en el que tuve que dejarlo,
despedirme, mis padres habían decidido mudarse por temas de trabajo a otra
ciudad. Sentada a su vera esperé su llamada, no deseaba irme, alejarme de él
sería como arrancarme una parte de mí de cuajo. Sé que sonará una tontería,
solo es un árbol, pensarás; pero no solo era un árbol, me había visto nacer, y
yo a él, le había visto secarse y volver a renacer cuando todo parecía perdido,
y él a mí en los peores momentos de mi vida.
Mientras nos alejábamos, la brisa mecía suavemente las hojas
del árbol en señal de despedida, tal vez.
La nueva ciudad se abría ante mí extraña, desconocida, debo
confesar que sentí miedo, un mundo nuevo aparecía ante mí y yo debía darle la
bienvenida y despedir al anterior, ¿pero cómo? Eso es algo que aprendí con el
tiempo, poco a poco.
Como era de suponer, encontré un árbol del mismo género, pero a pesar de sus similitudes, me di cuenta de que era diferente; me costó darme cuenta de que no podía ir buscando todo lo que me gustaba de algo, en otra cosa diferente, porque nada iba a ser igual, y ahí es donde iba a residir lo curioso de tal situación, sería sorprendida por nuevas situaciones, pensamientos, sentimientos.
Quizás, por fin, encontré el lado positivo.
Quizás, por fin, encontré el lado positivo.
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