Aquel día una pesadilla provocó
que se levantara más temprano de lo normal. El dolor de cabeza era acuciante
así que decidió salir a tomar el aire. Sus pasos le llevaron hasta la playa,
estaría a diez o quince minutos de su casa. Allí el aire removía con más ímpetu
su cabello. El viento acariciaba su piel, pero no sentía frío, a decir verdad hacía
tiempo que había dejado de sentir. Ni frío, ni calor; ni tristeza, ni alegría.
No sabía cómo se sentía.
Solo sabía que el rumor del
oleaje apaciguaba su intranquila mente. Una mente que nunca descansaba,
constantes pensamientos la atravesaban, sin apenas descanso. Ojalá pudiera
decir que la mayoría eran buenos pensamientos, pero a mi pesar, no eran así:
atormentaban la mente que los creaba, no dejaban de buscar el porqué de todo lo
malo que la rodeaba, sin molestarse siquiera en buscar una salida. Pero allí
estaba: el sonido de las olas. Unas olas golpeando contra la orilla para luego
retraerse y volver al removido, amplio, furioso, y en ocasiones, engañosamente
tranquilo océano.
Al acercarse al agua la notó
bastante fría pero no le importó, siguió sumergiéndose. Llegado un punto volvió
la vista atrás, hacia todo aquello que conocía o que creía conocer, era una
noche sin luna, estaba oscuro, no vio nada, nada que la pudiese retener. Nada
se hizo ver. Se dio la vuelta y observó
todo lo desconocido que se abría ante ella; y por primera vez en mucho tiempo
sintió. Las lágrimas discurrieron por su rostro hasta llegar a unirse con el
propio océano. No os diré que quiso parar de llorar porque no fue así. No quiso
parar el torrente de lágrimas, llevaba demasiado tiempo reteniéndolas. Al final
cerró los ojos y terminó sumergiéndose por completo.
Murió, murió ahogada entre sus
propias lágrimas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario