El atardecer bañaba con
su luz todo el paisaje: un desfile de árboles, altos, otros más bajos pero
todos teñidos por una intensa luz roja. Me consideraba un ser afortunado por
poder ver tal espectáculo pero la velocidad del tren impedía observarlo con
claridad.
El tren volvió a estacionar
en una parada más, unos pasajeros subían, otros bajaban. Algunos con más prisa,
otros con menos.
Cuando estaban a
punto de cerrarse las compuertas un último pasajero subió al tren: una chica de
cabello castaño que vestía unos pantalones rojos a juego con una camiseta negra
de un grupo de música que yo desconocía. Captó mi atención instantáneamente. Me
era inevitable mirarla y no recordar a la persona a la que tanto amé en vida y,
que más tarde, me destrozó por completo. Eran idénticas.
Un cúmulo de
pensamientos atosigó mi mente.
Apoyé mi cabeza en el
cristal de la ventana y cerré los ojos.
Recordé aquellas
mañanas en las que me despertaba y tú estabas a mi lado, en como recorría con
los labios cada centímetro cuadrado de tu piel, despertándote, y tú suspirabas
en mi oído. Recordé tu pupila clavada en mi pupila y aquella sonrisa que me hacía
increíblemente feliz.
Y ahora me tumbo en
la cama y al girarme, tú ya no estás a mi lado, solamente queda un hueco vacío,
¿por qué te tuviste que ir?
Me pregunto cuándo fue el momento justo en el que todo
empezó a estropearse, o en el que tú comenzaste a cambiar.
Una vez me dijiste: “cuando
amas a alguien, aceptas que pueda hacerte daño en un futuro.” Al fin y al cabo,
las personas vienen, se van, y muy pocas se quedan.